El móvil sonó con
insistencia y, no se sabe muy bien si las ánimas benditas o el mismísimo
belcebú, aunque más bien nos inclinaríamos por éste último, consiguieron de
alguna forma que Benigno se levantase a responder la llamada. Algo habría de ser,
pues, según comunicaba el despertador electrónico, eran las ocho de la mañana,
y Benigno no tenía costumbre a esas horas.
Al otro lado una voz
aseguraba sin margen para la réplica que a las nueve en punto había
de presentarse ante el director de un centro de cuyo nombre sería mejor
no acordarse.
Le incorporaban a la
plantilla para impartir clases. Tin, tin, tin, fue lo último que sonó en sus
oídos.
La reacción de Benigno
fue mecánica. Se incorporó y abrió la ventana de la habitación. Vio los azules
de océano y cielo. Amanecía.
Fue
a la cocina. Preparó café. Con éste recién hecho se sentó en la terraza. Lo
tomó.
Ducharse, enjuagar la boca,
vestirse. Todo ello como si fueran ajenas a él tales actividades, y él siguiese
entre las sábanas, soñando que el móvil sonaba con insistencia.
Se lanzó una última
mirada al espejo.
Todo correcto, incluso
los nervios agujereándole el estómago. Todo muy adecuado a la situación.
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